Al mes de haber nacido nuestro segundo hijo, una tarde, ella tocó el timbre de mi departamento. Se alegró mucho por el bebé y jugó también con nuestra hija de un añito y medio. Se la veía muy emocionada. Mientras compartíamos un té y los detalles del parto, Rosalía se desmoronó y no paró de llorar. “Yo me hice 6 abortos. Mi marido no quería más hijos pero yo sí. Fueron los peores momentos de mi vida. Nunca te vas a arrepentir de tener un hijo, pero sí de abortarlo porque no hay vuelta atrás”. Su historia me recuerda la de una amiga de mi juventud, a quien llamaré «Gabriela». Las dos éramos jóvenes y deportistas, nos divertíamos muchísimo en el verano, pero un día ella dejó de venir los fines de semana. Supe después que «Gabriela» había quedado embarazada de su novio, tan joven como ella. Ninguna de las dos familias dio espacio al bebé en camino y la obligaron a abortar. Para «Gabriela» el aborto fue un antes y un después en su vida. Y quiso olvidar todo lo que le recordara aquellos días grises. Cada vez que se renueva el debate sobre el aborto en cualquier parte del planeta -y en particular en mi país- me fundo con convicción sobre los principios de la vida, lo esencialmente humano, lo que somos antes que nada, eso que nos fraterniza y sororiza como especie. ¿Cuándo empieza la vida? ¿Cuándo empecé a ser lo que soy? ¿Qué hace que algunos estén y respiren mientras que otros no puedan y hayan quedado afuera sin haber podido siquiera opinar, decir “A”, ante la mayor decisión sobre la que pivotan todas las demás: vivir o no vivir? Nos une que somos humanos y que tenemos una marca de fábrica que es nuestro ADN: es único, nos da identidad y nos recuerda que somos muy distintos a nuestros padres. Hablo de biología nomás, nada del otro mundo. Lo segundo que me aparece con contundencia es si realmente vamos a tener que aceptar que siempre ganen los más grandes, los que tienen más fuerza, los que pueden decidir sobre los más pequeños, los que aparecen en los medios de comunicación a escala global porque pueden. ¿Y los más débiles, las minorías? Destaco con ternura y delicadeza, entre esas minorías silenciosas y silenciadas, a todas las vidas pequeñas que anidan en el maravilloso y sorprendente cuerpo de una mujer que gesta. Creo en una humanidad que poco a poco va dando lugar –le cuesta pero va por buen camino– a los derechos de las minorías, de todas las minorías: las étnicas, las sexuales, las políticas, las sanitarias, las culturales, las artísticas. Y sumen las que ustedes quieran: un mundo sin minorías, que excluye, que se va construyendo sobre mentiras y medias verdades porque no podemos vivir y pensar todos de la misma manera. Hablemos de esa minoría que es pura promesa. Dejémosla ser. Ahora vayamos a la cuestión del aborto en contextos de pobreza. Algunas mamás que viven en villas y barrios populares con las que tengo vínculos hace varios años, muy enojadas me dijeron: “¿Por qué hablan por nosotras? ¿Por qué dicen que nosotras, las mujeres pobres, queremos el aborto? Para nosotras un hijo es lo más importante de la vida”. Claramente vemos flotar y permanecer en la superficie argumental aquellos principios que sostienen las clases medias y medias altas, las que, por su llegada arrasadora a los medios de comunicación y su altísima penetración cultural, tapan aquellas voces de minorías sociales pobres que ven en el hijo por nacer una oportunidad, una alegría entre tanta necesidad, la posibilidad de formar familia. ¿Que es difícil de creer? Copio parte de la carta que un grupo de mamás, que vive en barrios populares de Buenos Aires y su conurbano, le acercó hace poco al papa Francisco para que haga fuerza por ellas en el ámbito público: “Al escuchar al presidente de la Nación presentar su propio proyecto de ley que busca legalizar el aborto nos invadió un frío terror (…) Nuestra voz, como la de los niños por nacer, nunca es escuchada. Nos catalogaron como ‘fábrica de pobres’, ‘vividoras del Estado’. Nuestra realidad de mujeres que salimos adelante con nuestros hijos es opacada por otras mujeres a quien nadie les dio representatividad. (…) No nos quieren escuchar ni los legisladores ni los periodistas. Si no tuviéramos a los curas villeros que levantan la voz por nosotras estaríamos aún más solas”.